Por: Rubén Vélez
El jardín está fuera. Foto: Rubén Vélez. 2005 |
Uno de los recuerdos más antiguos que conservo de la experiencia de ser
evaluado se remonta al año de 1980, tiempo en que cursaba el segundo
bachillerato, o séptimo, en la escala actual en Colombia. Nuestra profesora de
español, campeona de los concursos de ortografía, de selección múltiple y no
más, nos sorprendió con una empresa inédita en nuestra historia en su curso:
cada estudiante debería elaborar un cuento de mínimo cinco páginas y entregarlo
en un mes, escrito a máquina y por triplicado. Ella lo calificaría como parte
del curso y, como en una competencia, los mejores competirían con cuentos de
estudiantes del mismo grado. Finalmente los mejores de cada grado se
enfrentarían por un premio, que no sabíamos qué era, con los ganadores de los
demás grados.
En los días siguientes, este tema ocupó buena parte de las conversaciones
de los estudiantes en los descansos, sobre los temas, sobre si eran hitorias
"inventadas", o algo "real" y, en clase, no faltó quien
reclamara lo injusto de que se nos pusiera a competir con los de los últimos
grados. No recuerdo una respuesta a tales interrogantes, tampoco que nos
hubieran preparado sobre cómo escribir un cuento, más allá del consabido
“inicio, nudo y desenlace” asociado a la sentencia “Partes de un cuento…”, en
los ejercicios de selección múltiple. Lo único que se supo era que “el Colegio
había mandado a hacer el concurso”.
Por mi parte, las preguntas y divagaciones que
circulaban en mi cabeza se reducían a “¿qué es eso de triplicado?”, o bien
“…¿qué voy a hacer, si yo no se escribir a máquina y en mi casa tampoco hay?”,
y me respondía: “... tendría que mandar a pasar el trabajo y, ¿de dónde saco
la plata?”, y terminaba con “… tal vez si le ayudo a mi tío, el mecánico,
y recojo… o mi papá… No, esta vez no me va a creer“. En fin, me planteaba
cualquier tipo de preguntas, todo, menos sobre la historia misma que podría contar, pues
muchas posibles ya se atropellaban por ser contadas, emulando las cientos de
historias de Keith Luger, Silver Kane y Marcial Lafuente Estefanía que había
leído, en los ratos de ocio con mi tío, el mecánico.
Como no tenía computador, ni impresora, pues no existían aun, y como no
conocía la existencia de las fotocopiadoras, debí pedirle a Martha, una
vecina que estudiaba secretariado, que me ayudara escribiendo mi cuento en su
máquina, una poderosa Remington, rogándole que me cobrara "...bien
baratico, que yo le pago al terminar, cuando el tío, el mecánico, me de
algo...”.
Luego todo se redujo a algunas tardes yo dictando, cual gerente, y ella,
dispuesta a escribir y a ayudar con eso de las márgenes y demás,
colocando con cuidado las hojas con el papel carbón y
“cuidadito y se equivoca dictando –decía ella-, que estas copias con carbón son
bien difíciles de borrar…”. Así que me tomaba el tiempo elaborando los
borradores en mi cabeza, dictando solo un poco cada día, hasta que tuve que
terminar de un tajo, pues mi secretaria ya no resistía la curiosidad por saber
el final.
La profe recogió todos los trabajos y cargó con un gran paquete en donde
algunas hojas parecían querer caerse y “¡Profe! Se le cayó este trabajo…” –le
dijo un alumno que la alcanzaba en el corredor. “Póngalo acá encima y métase
rápido al salón…”.
Al mes aproximadamente, en su clase la profesora comienza a llamar: “Álvarez,
Ramón… seis con uno. Bustamante, Jaime… cinco con nueve –la nota era sobre
diez-. Castañeda, Humberto… siete con cuatro…”. Decía los nombres sin mirar al
grupo y sin hacer comentarios. Al final de la lista, por fin mi nombre: “Vélez,
Rubén… Cero. Zapata, Juan Albeiro (mi mejor amigo y último en la lista)… ocho
con dos… Bueno -concluyó-, los que sacaron más de cuatro con cinco me devuelven el trabajo
para entregarlos al concurso.”, y siguió la clase con un repaso de sinónimos y
antónimos.
Cuando terminó la clase alcancé a la profesora en el pasillo y le pregunté
por mi nota. “¿Que por qué?, ¡es copiado, conchudo!”, “pero, ¿cómo así? ¿de
dónde?” -le pregunté confundido. “Yo no se. Usted sabrá... Pero eso es copiado.”. y siguió su camino por
el pasillo sin volver a verme.
Inmediatamente moví todos los hilos y relaciones que tenía: le conté indignado a mis
compañeros; le supliqué a Martha que fuera al colegio y contará, pero ya estaba
trabajando y no tenía tiempo; me quejé con el Coordinador Académico y me dijo
que hablaría con ¡su esposa! (me enteré), la profesora, para que le contara
bien el asunto; y volví a quejarme con mis amigos.
Finalmente, un día después de conocer el ganador del concurso, un
estudiante de once, mis gestiones rindieron frutos: la profesora cambió mi
calificación por un seis, “Porqué –según su nuevo concepto- el cuento era
‘malito’.” Y ahí terminó ese asunto.
Seguí leyendo a Silver Kane hasta que un hermano me sacó carnet en la
biblioteca de Fabricato y conocí a otros escritores como Edgar Rice Burroughs y
sus dieciséis tomos de Tarzán”. De escribir, poco y por mucho tiempo, a no ser
como un favor a mis compañeros, los que conocieron esta historia.
Sobre la historia que escribí guardo algunos recuerdos, pues perdí la única
copia que me devolvieron –creo que la mal regalé a una amiga que me derretía y
al final no la conquistó el poeta. He pensado en reescribirla, pero luego
pienso que está mejor allí, en mi memoria, donde de tanto en tanto me la releo
con algunas variaciones que la mejoran a ella y a mí como el gran escritor que
quise ser. Cariñitos que me hago...
Rubén Vélez
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